Verónica Mancilla

Es curioso que la mayor parte de las veces consideran que las mujeres somos débiles, sensibles, frágiles, complicadas y, que por todo lloramos, en buena medida es cierto, todo esto es inherente lo femenino, “al anima” como la denomina Jung; pero hoy no quiero hablar de eso, quiero exponer que también existimos un gran número de mujeres que por diversas circunstancias aprendimos que no podíamos, ni debíamos mostrarnos débiles; no significa esto que dejemos de ser femeninas, en absoluto, simplemente debíamos ser fuertes, todas la que somos así lo aprendimos de una de dos formas, o por imitación pues fuimos hijas de madres muy fuertes e impositivas que nos enseñaron que esa era la mejor forma de enfrentar al mundo o bien, porque tuvimos madres que todo el tiempo se mostraron incapaces, sumisas y dependientes y que simplemente por oposición adoptamos el otro polo.

Podría citar infinidad de historias de mujeres que por haber tenido un hermano o hermana con alguna capacidad diferente aprendieron a ser autosuficientes y nunca pedir, vienen a mi mente aquellas niñas que por alguna razón descubrieron que no había cabida para sus demandas, que debían crecer rápido, hacerse cargo de sus necesidades y ser eficientes, útiles, prácticas e inteligentes, como si el ser emotiva fuera un defecto o sinónimo de estupidez; podría hablar de aquellas que fueron censuradas una y otra vez porque en casa la expresión de las emociones no era permitida, mujeres en su mayoría que siendo extraordinariamente sensibles tuvimos que reprimir, ocultar y en el peor de los casos lograr que las emociones quedaran prácticamente enterradas en lo más profundo de nuestro ser, so pena de vernos sometidas a nuestro propio juicio o el de los demás.

La mayor parte de las veces las mujeres así somos vistas con admiración pues consideran que somos sumamente capaces, temerarias y a veces hasta temibles, más bien parecidas a la mayoría de los hombres, pues sólo permitimos que la razón impere en nuestras decisiones y juicios, nos exhibimos como personas con gran capacidad de resolución “nunca se nos cierra el mundo”, siempre decimos “odio los dramas” “no tolero a las víctimas” recuerdo una frase que me marcó profundamente “deja de llorar porque se te llenará el cerebro de mocos y no podrás pensar” o aquella que me repetían en casa “te daré motivos para que llores” probablemente la mayoría de las que somos así parecemos infranqueables, impenetrables a veces incluso podemos ser intransigentes; sin embargo, nos convertimos en el motivo de inspiración para muchas personas, pues resulta que somos el claro ejemplo de fortaleza, “las que nos doblamos pero nunca nos rompemos”

Hasta aquí todo parece bien, no obstante detrás de todo este entramado de mujer fuerte, positiva, generalmente sonriente y buscando el lado amable de las cosas escondemos a una niña que se sintió profundamente lastimada y abandonada, que aprendió que el mundo no era confiable y que era preferible bastarse por si misma, no pedir ayuda y nunca mostrar fragilidad o vulnerabilidad; la mayor parte del tiempo sintiéndonos solas, guardando recelosamente aquello que nos duele, muchas veces ni siquiera podemos llorar y si nos atrevemos a hacerlo será escondidas donde nadie nos vea, jamás en público, pues esa es la mayor muestra de debilidad.

Tenemos tanto miedo de ser lastimadas que decidimos que es más fácil ser temidas que queridas, probablemente esta es la mayor paradoja que vivimos las mujeres fuertes, pues lo que más deseamos es alguien que nos ame, nos apoye y nos contenga, un hombro donde recargarnos, alguien que nos diga “yo me hago cargo” desafortunadamente nuestra arraigada creencia nos lleva a pensar que eso no existe, que si nos desplomamos no habrá nadie capaz de sostenernos, mucho menos de levantarnos y vamos por la vida tratando de confirmar una y otra vez esta hipótesis y, tratando de protegernos, quedamos expuestas, pues todo el tiempo aparentamos que nada nos duele, que nada nos lastima; nos acercamos infinidad de veces desde una postura de tal autosuficiencia que convencemos al otro de no necesitar nada, parecemos desconfiadas y terminamos por ser las más, nos entregamos así, al cien, con esa aparente “fuerza y poder” y de una u otra forma salimos lastimadas, obviamente, sin demostrarlo, corroborando que sin quererlo sentimos con mayor intensidad que cualquiera, que somos frágiles pero que no debemos vulnerarnos aún cuando en el fondo ansiamos acercarnos.

Después de tantos años de trabajo personal y como psicoterapeuta, viendo a tantas mujeres que como yo construyeron sus murallas, comprendí que la única salida viable era justo la que tratábamos de evitar, tenemos que vulnerarnos, tenemos que ser capaces de hacerle saber al otro que somos muy frágiles, como un terrón de azúcar solidificado que ante una gota de agua se deshace, debemos decirle al otro que la indiferencia nos deja maltrechas; tenemos que ser capaces de alzar la voz pero no para imponernos, sino para pedir ayuda y manifestar nuestras necesidades; tenemos que aprender a confiar en los que son confiables, ser capaces de discernir y no darnos a tontas y a locas sólo para comprobar que nadie estará para nosotros, tenemos que buscar a quien esté abierto a protegernos y permitirnos y permitirle que lo haga; tenemos que ser honestas y dejar de fingir nada nos duele, que nada nos pasa; en conclusión, tenemos que abrir el corazón y mostrarnos así, desnudas, sin máscaras, pues sólo puede cuidarse aquello que de antemano se sabe que es frágil y delicado.

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